Se oye tímidamente el susurro raspante de aquellos días sin pestañas. A veces creo que fue una enorme sombra la que congeló todo en un momento artificial, un árbol pequeño que me parecía enorme, un pueblo un poco desierto cuando recorrías más de cuatro cuadras.
También visualizo un susurro de la profesora, la misma que te acogía con su mirada cálida, con su largo pelo... ese que ofrecía una palma llena de caricias, un sorbo de ilusiones que se quedaban contigo, que no se esfumaban como la mayoría de los momentos. Creo que todo aquello se llamaba cobijo.
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